viernes 29 de marzo de 2024 - Edición Nº1537

Sociedad | 11 jul 2020

Apenas pasaron cuarenta años. Si parece que fue ayer nomás


El viernes 11 de julio de 1980, hace exactamente 40 años, fue el último día de clases –conforme a lo dispuesto en el Calendario Escolar Único de ese año– previo a la iniciación del denominado receso invernal que comenzaría a partir del lunes siguiente, es decir del día 14. Por entonces cursaba quinto año en la Sección Comercial, turno tarde, del Colegio Nacional de nuestra ciudad, y aquellos días constituían jornadas de las más importantes para todos los integrantes de la promoción, dado que unas horas después iniciaríamos el tan ansiado viaje de egresados, al menos así se llama aunque sus participantes aún no hayan egresado sino que recién van camino a ello. En esos años, solo se permitía hacer esos viajes dentro del receso escolar y se los denominaba: viajes de estudio. Pero por el tema de la fecha, caían en temporada muy alta y ello incidía notablemente en los precios de todo. San Carlos de Bariloche era el destino soñado. Un lugar único, mucho más natural y sin toda la parafernalia de estructura turística destinada a los estudiantes de estos tiempos. Hacia allí miramos. Quizá por una cuestión de tradición. Pero no fue fácil. La historia decía que si juntábamos dinero a partir desde el mismo instante que pisábamos el colegio por primera vez podíamos llegar a quinto año con lo necesario como para aspirar a Bariloche. Sin embargo no fue tan así. En primer año no nos permitieron juntar un solo peso. En segundo comenzamos con alguna cuota de aporte y trabajos como podar árboles, limpiar vidrieras, vender rifas, lavar autos y vender alfajores de maicena, entre otras actividades, las que continuamos en tercero sumando la organización de torneos de truco. Pero parte de lo obtenido se fue por el sumidero cuando, en cuarto y no muy bien asesorados, cometimos el error de invertir en cédulas hipotecarias que, aunque siempre habían dado ganancias, esa vez que apostamos nosotros: dieron pérdida. Igual le pusimos la mejor cara a ese pésimo tiempo y seguimos con la esperanza de ver revertida la situación en un futuro cercano. Nos quedaba por delante el baile de los egresados de quinto año que, como siempre, los organizaban las divisiones de cuarto y ello podría ser una interesante posibilidad de reunir buenos fondos. Pero antes de ese baile, es decir antes de finalizar cuarto año y con lo imprevisible que ha sido casi siempre nuestro país, especialmente en materia económica, hubo que cerrar trato por el viaje soñado y Bariloche nos quedó más lejos que Saturno, porque los bolsillos de la mayoría de nuestros padres, que debían ayudarnos dadas las penosas circunstancias, no se estiraban tanto y no pudo ser. Cerramos trato para ir a Villa Carlos Paz, dado que nuestro pequeño presupuesto de entonces se ajustaba al ofrecimiento de una empresa particular de un vecino casarense que contaba con unos bondis “doble camello”. Nada de coche cama, ni doble piso. Doble camello. No importaba. Nos esperaban las sierras cordobesas y hacia allí partiríamos, aunque pareciéramos beduinos en el desierto. El baile que organizamos para fin de 1979 junto a los cursos de cuarto año, no tuvo el éxito suficiente como para satisfacer las demandas de las tres divisiones y entramos al año siguiente doblando con las puertas, como se dice habitualmente. Estaba claro que alcanzaríamos a cubrir los gastos casi sin oxígeno porque era muy poco lo que podríamos llegar a juntar en ese otoño, aún incluyendo el porcentaje que nos daban por vender entradas anticipadas para “Tosko’s”, un hermoso boliche que, en esos primeros meses de 1980, estaba necesitando reformas como para poder competir con el boliche de moda: “Casablanca”. De allí que nuestra venta era muy difícil mientras que la de la competencia se hacía sola. No obstante, por esas cosas de la vida, “Casablanca” fue devorado por un impresionante incendio y “Tosko’s”, con nosotros como agente de ventas anticipadas, quedó solo en la brecha. Sus dueños nos respetaron el acuerdo y continuamos percibiendo el porcentaje por ventas que ya ni requerían esfuerzos, y ello incrementó el contenido de nuestras otrora entristecidas arcas. De haber sabido que llegaríamos al invierno de ese año con esos números, hubiéramos ido a Bariloche, pero lo de Villa Carlos Paz estaba cerrado y hacía allí salimos, aunque con plata en los bolsillos. Para muchos de nosotros era la primera vez que visitaríamos otra provincia. Todo era ilusión, aunque en el caso de los varones, nos impulsaba un sueño mayúsculo: asistir al Chateu Carreras, estadio cordobés construido para el Mundial disputado hacía dos años, y conocer al futbolista estrella del momento: Diego Armando Maradona, campeón mundial juvenil el año anterior. Y ello era posible debido a que en la tarde del domingo 13, Talleres de Córdoba recibiría en dicho estadio a Argentinos Juniors. Y decir Talleres era también nombrar a un grande de aquellos años. Hacia allí apuntábamos. Lo demás era relleno. Las nueve lunas como en Cosquín, aún cuando hubiésemos visto una a la ida y deberíamos ver la otra a la vuelta, las cinco excursiones y las apenas dos noches de boliche bailable, no eran nada comparado con poder ir a la cancha. Y fuimos. Sobre el partido, algún día escribiré las vivencias experimentadas esa tarde y todo lo que significó, al menos, para mí. Pero no hoy ni aquí, sino en algunas de mis columnas deportivas semanales, dado que se trata de fútbol de alto vuelo. Ahora el tema es el recuerdo de un viaje de estudios que iniciamos en el segundo fin de semana de julio, hace 40 años. Igualmente, los pormenores de aquel partido siempre fueron el tema de toda la semana. Lo que vivimos en los seis días después del partido, para nosotros fue yapa. Lunes con circuito chico, vuelta del perro por la ciudad, expectativa ante el Cu-cú, aerosilla, foto panorámica, paseo en lancha por el lago San Roque y vueltita en burro. Martes de excursión hacia el Norte pasando por Alta Gracia, Los Cocos, Cosquín, la Falda, la Cumbre y Capilla del Monte donde se encontraba el famoso zapato que, de hecho, todavía sigue allí, siendo lo que fue siempre: una formación rocosa con una piedra grande encima, a la que ancestrales cordobeses le descubrieron forma de zapato. Lamentablemente, hoy está rodeado de ruinas comparado a lo que fue su esplendor turístico, y solo queda el tobogán gigante por donde podíamos arrojarnos con unas alfombras, como una especie de Aladdin barranca abajo. Miércoles con excursión de todo el día a Embalse Río Tercero, jueves: Mina Clavero y Los Túneles de Taninga y viernes: visita a Córdoba capital con medio día libre para hacer compras (si es que nos quedaba algo de dinero). El sábado: regreso a casa para llegar el domingo. Siete días y nueve noches dentro de un plan para gente de la tercera edad y no para adolescentes de entre 16 y 18 años, aun incluyendo noches bolicheras en “Molino Rojo” y “Keops”, donde sonaba a rabiar el tema “Funkytown” de Lipps Inc. Pero, vuelvo repetir, muchos ya nos sentíamos pagados desde el domingo anterior. Lo disfrutamos y la pasamos muy bien. No tuvimos quizá la libertad que esperábamos tener. No sé para qué, pero la esperábamos. Sufrimos controles estrictos. Nada de cigarrillos ni alcohol. Ni aun cuando buscamos emplear diferentes estrategias, debidamente planeadas con suficiente anticipación. Pero –tal como dice una vieja canción– ya saben cómo ocurren estas cosas, siempre hay detalles que se escapan del libreto. Y a veces alguien escucha. Y a veces alguien cuenta. De allí que no podía sorprendernos la imprevista visita de la profesora a cargo del curso, quien irrumpió, después de la cena, en la habitación del hotel donde nos reuníamos asiduamente, y exigió que le entregáramos la botella de whisky que –según sabía– teníamos escondida con fines no permitidos. De nada sirvieron las negativas y demás expresiones de absoluto desconocimiento sobre semejante acusación. El interrogatorio no tenía fin y “¿dónde tienen escondido el whisky?”, era la pregunta recurrente. Y el casi suplicante: “¡No! Te juramos que no!”, era la respuesta permanente. No sé cuánto tiempo duró todo ello, pero fue demasiado. Los oídos ya estaban agotados y las gargantas resecas, pero ella no se iba. En fin, resumiendo, como a las dos de la mañana terminamos ofreciéndole un vaso, dado que la botella era chica pero el corazón grande. ¡Feliz fin de semana! Roberto F. Rodríguez.
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