jueves 25 de abril de 2024 - Edición Nº1564

Sociedad | 21 mar 2020

La argentinización de los problemas y una historia conocida


Hace ya más de una década, en el invierno de 2009 y en este mismo espacio de fin de semana, publiqué un artículo que distaba mucho de que suele esperarse dentro de un estilo demostrado pero que sentí la necesidad de escribirlo debido al candente tema de aquel momento: el luctuoso registro numérico de víctimas de la Gripe A H1 N1, sobre lo que mucho se habló en prevención pero que al llegar a octubre, en nuestro país se habían registrado más de diez mil casos con un importante número de tres cifras en muertos, según la Organización Panamericana de la Salud. Aquella nota sobre la mortal gripe bien podría publicarse hoy sin demasiadas modificaciones y mencionando: Coronavirus en lugar de Gripe A. Sería cuestión de “copiar y pegar” como se dice habitualmente, porque ahí pude referirme a la situación que se vivía, a la ventaja no del todo individualmente aprovechada de habernos enterado de su existencia mucho antes que nos visitara, de la imprevisión, la incredulidad y hasta irresponsabilidad de muchos habitantes de nuestro bendito país, más allá de la desesperación por conseguir alcohol en gel. Pero considero que tan significativo tema de actualidad amerita un comentario. Por eso esta nota de fin de semana, seguramente no tendrá alegría ni emotividad como para disfrutar en un día sábado o domingo. Tampoco pretendo que sea entretenida, pero sí hay algo que persigo y que es, en este caso, todo lo contrario a lo que hago habitualmente cuando busco desconectar por un momento a los lectores del dramatismo de la realidad, porque hoy se impone estar conectado y debidamente consciente de lo que está ocurriendo con el nuevo enemigo: el Coronavirus. Oriente primero y Europa después, vienen atravesando días difíciles desde no hace mucho, cuando algunos brotes de las complicaciones que genera dicho virus en la población humana comenzó a multiplicarse de manera exponencial. De casos aislados se pasó, casi en un abrir y cerrar de ojos, a una pandemia. Fue como si todo se hubiera precipitado de manera tan veloz como incontenible. Y el virus pasó a ser considerado letal. Mayormente, en determinada franja etaria de la humanidad y/o en pacientes con enfermedades preexistentes, pero tan humanos como usted y yo, más allá de las edades e historias clínicas. Entonces, cuando el número de muertos que, en un principio se contaba con los dedos y luego pasó a computarse en apenas dos cifras, alcanzó las cuatro cifras, es decir superando, en algunos países, los mil fallecimientos entre una enorme cantidad de afectados, el panorama general se oscureció de manera terrorífica y el virus se erigió en una amenaza de alcances impredecibles. Nosotros, los argentinos, volvimos a ser testigos a la distancia en un principio, mirando hacia el Viejo Continente como alguna vez nuestros ancestros miraron las guerras europeas con la seguridad que ese horror jamás habría de llegar a estos confines del planeta. Pero la guerra llegó. Y muchos de nosotros fuimos testigos. Entonces vuelvo a aquel recuerdo de 2009, cuando empezaron a llegar las primeras noticias escalofriantes desde México. Pero a nosotros, conscientes de lo que allí estaba ocurriendo, no podía pasarnos nada demasiado grave si se imponía la razón. Si se tomaba consciencia del peligro y se seguían al pie de la letra las instrucciones correspondientes en la faz preventiva. Pero la razón chocó contra varias cosas, entre ellas, contra otra fuerza inexplicablemente: la “argentinización de los problemas”, donde a pesar de las recomendaciones, y hasta imposiciones conforme a lo que prevé la ley, muchos (muchos en verdad) argentinos se consideran capaces de resolver el problema a su manera y adoptar, si lo estiman oportuno, las medidas que vayan acorde a sus objetivos. En un país donde hay personas que conducen vehículos y no emplean el cinturón de seguridad amparándose en excusas ridículas, no podemos esperar demasiado. Pero lo curioso es que hasta las campañas preventivas de tránsito son conscientes de esta desobediencia y en muchas estaciones de peaje se observan enormes carteles de advertencia donde puede leerse: “El cinturón de seguridad deben usarlo todos. Los de atrás también”. Está más que claro que, cuando dice: todos, es para absolutamente todos los ocupantes del vehículo sin discriminar donde van sentados, pero es evidente que nos conocemos tanto que debieron agregar una segunda frase, casi como una verdad de Perogrullo, incluyendo también a los que viajan en los asientos traseros. Así somos. Pero los días corren rápido y el pandémico problema nos llegó. Se suspendieron muchas actividades de concentración pública, pero se continuó con el fútbol, actividad que parecer ser el nervio motor de la existencia latina y generadora de buenos dividendos. Eso sí, se impuso la condición que se juegue sin público. Entiendo que se procuró impedir la concurrencia masiva de hinchas que pasan horas y horas, unidos como piezas de un rompecabezas. Y está bien, pero los jugadores y el árbitro no están solos, porque gente hay igual. En muchísimo menor porcentaje pero hay. Sean dirigentes, colaboradores, periodistas, fotógrafos, personal de seguridad, o todo aquel que pueda conseguir que, como reza el viejo dicho: “donde entran dos entran tres”, logre pasar los controles. Y muchos de ellos también son hinchas, y se abrazan fraternalmente o insultan, según el caso, despidiendo por su boca efluvios húmedos que bien pueden ser vehículos transmisores del virus que se pretende combatir. Ciertamente, fue un claro ejemplo de un inconsciente colectivo que parece no tener remedio. Y no precisamente por aquel título de la canción que nos regaló Charly García, sino porque las campañas de concientización no alcanzan, no son escuchadas o bien son desplazadas por aquella pasión que impide mantenerse al margen de tan significativos eventos. Naturalmente que enseguida aparecieron aquellos que consideran que concurrir a tales manifestaciones públicas es como jugar a la ruleta rusa, y gran parte de razón tienen. No necesitan que las prohíban. Hoy el fútbol ya está suspendido (por unos días), y se exige a la población la adopción de medidas como la de permanecer en sus domicilios y evitar todo contacto físico, aun de un mero saludo. Y se hace necesario tomar precauciones, por más que estén reñidas con las buenas costumbres. Subestimar al enemigo es comenzar perdiendo la batalla. Y en el ajedrez aprendí que cuando un jugador quedó en una mala posición tras la apertura, la mayoría de sus posibles jugadas solo ayudarán a empeorarla, salvo que el rival se equivoque. Y el virus difícilmente lo haga. Por eso se hace imprescindible acatar las medidas ordenadas dentro de la prevención e impedir nuevos contagios y una mayor propagación. Acá hay una cosa que está muy clara: detrás de toda esta pandemia está la muerte. Así de sencillo y así de contundente. Sabemos cuál la franja más propensa a convertirse en blanco letal del virus pero el problema es de todos. Infinidad de veces, en nuestras vidas, hemos visto como gente se desentiende de un problema que también les afecta y les tiran la responsabilidad a los demás. Bueno, aunque parezca contradictorio, para contribuir con el sistema de defensa colectiva contra el Coronavirus, se hace necesario hacer lo que muchas veces criticamos de los demás: ¡Lavarse las manos! Pero de manera literal. A veces recuerdo la voz de Floreal Ruiz cantando el tango de Enrique Cadícamo “Por la vuelta”, cuyos versos dicen: “…la historia vuelve a repetirse…” Y pienso que no debemos permitir que eso ocurra. No es tiempo de tango sino del comienzo de una zamba, que debemos bailar sin siquiera la media vuelta previa sino acatando la voz preventiva inicial que dice: “¡Adentro!” ¡Feliz fin de semana y no perdamos la fe ni esquivemos la responsabilidad que nos toca! Roberto F. Rodríguez.
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